No sé cómo aparecí allí. Iba caminando de manera distraída por pequeñas veredas, observando las rocas, recogiendo el aroma del tomillo, viendo como los lagartos huían ante el sonido de mis pasos. No seguía ningún camino trazado. Era una de esas mañanas en las que el sol me invitaba a caminar sin brújula, sin objetivos, sin dirección. Los troncos de algunas pitas se habían corvado en el camino como si inconscientemente marcaran una ruta a seguir. Tal vez, por eso, seguí andando por dónde ellos me indicaban. Esos troncos derribados, esos árboles que se suicidan cuando llegan a su esplendor, me llevaron por un sendero pequeño del que se adueñaba una tranquila sinfonía de pájaros que revoloteaban ufanos entre el cielo y los algarrobos. Cuando quise levantar la mirada ya estaba atrapado en aquella oquedad inmensa, en aquella cueva que no se veía desde ninguna parte a no ser que siguieras ese mismo camino. Fue un auténtico descubrimiento, una ensoñación. Aquella oscuridad luminosa no dejaba de llamarme para que subiera a visitarla. Cuando me situé en el umbral, justo antes de entrar, miré hacia afuera y contemplé todo el valle cargado de nuevo de misterio, ensimismado en su antigüedad. Lo miré con los ojos del hombre que aún no sabe hablar, del hombre que se siente fascinado por el lugar que habita sin comprender bien quien es, ni por qué puede gozar de la expresión de semejante naturaleza. El silencio y la sombra en el umbral de la luz. Como tantas veces luego después, ya en la historia de la humanidad. Me introduje en aquel laberinto de piedras y de fósiles atrapados durante millones de años, en aquellos techos que se sujetaban con la argamasa de los sueños, como un rompecabezas esculpido sólo por el deseo de la belleza. Me quedé horas, momentos sin tiempo, observando aquella composición de la naturaleza, arropado por todas las grietas que se cruzaban unas a otras sujetando las milenarias rocas que un día se detuvieron como si ya hubieran formado el jeroglífico de la existencia. Y allí estaba yo sin interpretar, sin querer interpretar nada, sólo asistiendo a ese momento en el que mi vida se cruzó de nuevo con la fantasía real de la piedra. Y entonces observé nítidamente aquella figura pintada sobre la roca, en un color ocre amarillento con un jinete de color negro que quería cabalgar por las paredes de la gruta. Era una auténtica pintura rupestre que había permanecido allí miles de años. Y entonces sentí no sólo el temblor de la naturaleza, sino el interrogante de aquel ser que pintó aquella figura para que un día como hoy yo pudiera observarla y recordarme en mi antigüedad, alejarme de mi mismo y comprenderme como pasado, como pasado que empieza adelantando mi futuro.
sábado, 21 de enero de 2012
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Los paseos del autor consiguen ser maravillosamente amenos...
ResponderEliminarSe leen con avidez para saber que sucede a continuación...