Imaginemos que soy un ser muy vago. Y no me levanto nunca antes de las once la mañana. imaginemos que esa es mi tónica de los últimos dos años. Imaginemos que una mañana rompo esa tónica porque tengo que hacer algo ineludible a las siete de la mañana. Algo para mi provecho. Imaginemos que un día me levanto a las siete y coincido en el autobús con mis vecinos que me ven y me reconocen. Imaginemos que ante los murmullos yo suelto la consabida frase: “Esta es la prueba de que mi vida funciona, la prueba de que soy un ciudadano diligente y emprendedor”. Dicho lo cual, al día siguiente me vuelvo a tumbar en la cama hasta las once de la mañana.
Igual sensación que este pequeño relato me producen los políticos que suelen soltar la consabida frase “esta es la prueba de que la justicia funciona, esta es la prueba de que las instituciones funcionan”. Es un triste recurso para dar a entender que ante lo inevitable de una sentencia, un cese o una dimisión nuestras instituciones funcionan. El caso es que cuando sueltan la frase ya ha pasado todo lo que tenía que pasar y no hay marcha atrás posible. La consabida frase es la prueba de que aquí nada funciona. Y cuando lo hace, actúa para evitar su propia parálisis o desintegración.
No, no digan nunca más que esta es la prueba de algo. Si algo funciona, no necesita pruebas para avalar su existencia. Su propia dinámica es la prueba de que funciona y esa dinámica impediría que alguien tuviera que recordarnos que funciona.
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