viernes, 30 de septiembre de 2011

LOS TESOROS OCULTOS

Aquella mañana de otoño me adentré en la playa intuyendo que sería sólo para mi. Aún hacía calor pero el viento de levante haría desistir -pensé- a los últimos y rezagados veraneantes del lugar. Por fin solo. Ante mi el espejismo de las aguas agitadas, con su espuma blanca, en un brindis constante con la orilla, festejando la fuerza de la naturaleza, de la tierra, de la vida. Un auténtico spa para el que quiera sentir las turbinas del universo sobre sus costados, su cara, sus manos. Por fin, todo la playa para mí para poder dedicarme a una extraña pasión que ha ido surgiendo de unos años a esta parte; coleccionar conchas, piedras misteriosas, restos marinos que el mar regala a los que somos como yo. Me las prometía muy felices hasta que vi llegar a un grupo de señoras, bolsas de plástico en mano, a lo lejos, caminando despacio rumbo a la playa. Me empezó a entrar el pánico. No podía ser. Pero si. Era cierto. Venían a hacer su recolecta de fósiles, de piedras preciosas, de curiosidades marinas. Rápidamente me levante y comencé a mirar como un poseso a la playa, buscando las conchas que el mar había depositado supuestamente para mi aquel día de otoño. Aquellas ávidas coleccionistas no hacían mas que agacharse y recoger aquellos tesoros que me pertenecían.
Además venían pertrechadas con sus sacos de plástico y eso les otorgaba una ventaja adicional pues yo solo tenia mis manos para ir recogiendo aquellas maravillas marinas. Como no podía competir con ellas las cedí la mitad de la playa y me dedique a saquear, que digo, recoger, todo lo que me encontrara en mi parte. Pero tuve que desistir. Hasta ese momento el juego para mi había consistido en descubrir los colores, la belleza de las formas, en dejarme seducir por lo que me proponían aquellas conchas o aquellas piedras, aquellos cristales tan elaborados. Así que me tumbe como un turista en la arena y decidí observarlas. No se trataba de amasar una fortuna, sino de jugar, de buscar, de hallar fragmentos de belleza sin mayores pretensiones. Las señoras pasaron a mi lado. Se iban  deteniendo minuciosamente ante cada monton de piedras. Escarbaban y separaban, se mostraban ufanas, hipnotizadas por los destellos de las piedras. Al menos así lo pensé. Yo, en mi soledad, debía de hacer algo parecido. Mirè mi pequeño tesoro acudalado rápidamente y se lo ofrecí. Pero ninguna hizo especial caso de mis conchas.Quería entablar con ellas una conversación sobre este extraño arte de coleccionar.  Entonces me di cuenta de lo que realmente buscaban. No eran tesoros marinos. Eran otro tipo de restos. Los restos de los turistas. Joyas, monedas, gafas, encendedores, carteras, anillos.... Siempre me ha pasado lo mismo. Creer que mis mas ocultos tesoros son compartidos por los demás. Un engaño.Un autoengaño. Una alegría y también una desolación.

1 comentario:

  1. Me gusta sobremanera como el autor de este comentario describe su mañana de otoño en la playa... Especialmente "Un brindis constante con la orilla"... la historia en su conjunto... Es "como" un relato/cuento, aunque sin final feliz y es lo único con lo que no estoy de acuerdo. No es, pq crea que los cuentos tengan que terminar felizmente como norma general, pues no siempre tiene que ser así, si se quiere transmitir algún mensaje... Es que yo no pienso que no haya nadie en este mundo con quien compartir "los más ocultos tesoros" -si desde luego esa mañana- pero hay muchas mañanas y desde luego si que hay personas/tesoros con quienes compartirlos... Sólo hay que creer que si existen y cuando se encuentren -aunque no se de con ellos, por los motivos que sea, no por ello hay que negar que existan- hay que saber cuidarlos para que duren eternamente pues lo cierto es que tampoco son generosos en número.

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