No ví volar el coche por segundos, pero si ví subir,agonizantes y asustados, a una joven mujer de color y a un hombre mayor con los brazos tatuados por un terraplén abrupto y escarpado. El calor era sofocante. Mejor dicho, no había quien parara el viento de fuego que abrasaba el esparto y cuatro malezas sumidas en sus esqueletos dorados. La mujer estaba noqueada. El hombre, el mas viejo de todos, era el que mejor había resistido la embestida. Tenía una mano destrozada, pero no se quejaba. Sus tatuajes le conferían un aire duro. No decía nada. El silencio de su rostro era su mejor argumento. Desde arriba, desde la carrtera se oía el lamento de un hombre de color que había quedado atrapado en los asientos traseros. Un lamento que recordaba una plegaria machacona y rítmica del Africa profunda. Un inglés y yo descendímos por el terraplén a ver como podíamos ayudar. El anglosajón sabía lo que hacía. Lo primero que hizo fue quitar las llaves del contacto. El coche, o lo que quedaba de él, aún rúgia entre las hierbas secas y las piedras. La herida era profunda. Aquel inmigrante se había abierto la cabeza y sangraba abundantemente. No podía moverse. Sólo vociferaba el nombre de su mujer..¡María, María, quiero ver a María¡ Hablaba perfectamente español. Le tenía que decir algo muy importante. No era ella la que conducía. Era el señor mayor. Le tranqulicé. Le dije que no se ocupara ahora de eso. Lo mas importante era sacarle allí antes de que reventara totalmente el coche. Como siempre las emergencias tardaban en llegar, aunque , en una situación así, los minutos parecen horas, o mejor dicho, el tiempo se desestabiliza sin medida.
La mujer del inglés era enfermera. Ese mismo día acababa sus vacaciones y regresaba a un hospital de Inglaterra. Mala suerte. Improvisó unas gasas y le limpió la sangre al hombre que era joven y fuerte y que probablemente sobreviviría a este desastre. Le hablaba en inglés pero no le entendía. Yo aportaba mi granito de español.
El hombre se fue calmando. Me dio tiempo a echar un vistazo a la catástrofe. Toda la ropa de la pareja, que iba en unas bolsas, se había desperdigado por los alrededores. Había unos zapatos verdes realmente hermosos que lucían al sol de julio casi dispuestos a bailar. No tenían una brizna de sangre. Zapatos que ya nunca se pondrá aquella mujer negra que en lo alto de la carretera miraba a ningún sitio mientras esperaba a la ambulancia.
La vida se detiene en un momento. La muerte husmea aquel laberinto de destinos partidos y decide que hacer con ellos. Dan ganas de no montarse nunca en un coche. Estamos en crisis. Que el estado los compre todos y se quede con ellos. Cuando acudimos a un concesionario deberíamos ver también como la flamante chapa se transmuta con frecuencia en chatarra asesina y mortal.
sábado, 25 de julio de 2009
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