Trás la belleza del fuego, indudable, la naúsea terrible de las cenizas. El espéctaculo dura unas horas. Los turistas buscan un alto desde donde divisar la lengua de fuego que lame las casas, arrasa los árboles, carboniza a los animales. A los pequeños animales también. Los que no se ven, los que no existen para nuestros ojos. Si alguna vez oí que en el bosque todo está organizado para la vida, el fuego se encarga de organizar la muerte con resplandores de alucinación. Fuegos de artificio, linternas en las hogueras. Tanta luz en la noche es para derrochar fantasía. Los pirómanos, viejos húespedes de las sombras, ríen en sus cavernas.
El final del mundo debe ser algo parecido. Explosiones de luz, ruinas instantáneas, bomberos sin chaquetas, militares sin órdenes, personas caminando en pos de la nada, buscando a sus seres queridos, último argumento del contubernio de nuestros sentidos. Y fuego y rabia y desolación.
Al final cualquier catástrofe nos enfrenta a nosotros mismos, nos derrumba nuestros argumentos, nos hace endebles ante el mundo tan pretendidamente organizado. Existen los seguros, las investigaciones. Son nuestros últimos despojos ante la no respuesta.
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